La fantasía del rescatador

Un artículo de Sergi Ferré Balagué.


Según explica Pia Mellody (1), las relaciones de adicción romántica suelen seguir un patrón similar y en ellas están implicadas dos partes: el adicto al amor y el adicto a la evitación, o sea el gato y el ratón respectivamente. Estas adicciones devienen de una codependencia que según la autora es una enfermedad de inmadurez causada por un trauma infantil, y por lo tanto, los codependientes son personas inmaduras o infantiles. Este es el enfoque freudiano, muy extendido, que apunta a los niños como la clave para comprender la psique humana. Esto supone que ayudar a los adultos significa en gran medida tratarlos como a niños.

Pero la cuestión es que en los adictos emocionales suele haber una incapacidad para amarse y protegerse a sí mismos, para identificar quién se es, y cómo compartir eso adecuadamente con los demás, para cuidar de sí mismos y afrontar sus propias necesidades (económicas, sociales, etc.), para experimentar y expresar la propia realidad con moderación. De ahí la necesidad del otro, al que por un lado se le diviniza, y como consecuencia, por el otro lado, se le odia, ya que al otorgarle ese gran poder, inconscientemente, uno a queda rezagado al papel de víctima, y eso genera vergüenza y desprotección. Es el dolor interno del fracaso de la relación consigo mismo el que nos lleva a la adicción, que es un uróboros que se vuelve una espiral absorbente que engulle toda nuestra voluntad.

El problema es que aunque aparentemente el tema central aquí sea amor, lo que resulta latente en estos casos es la dificultad para establecer una auténtica intimidad. Entendemos intimidad como la capacidad de compartir nuestra propia realidad y recibir la de los otros sin que ninguna de las dos partes juzgue esa realidad o trata de cambiarla. Como el adicto ya parte de la incapacidad de identificarse y aceptarse a sí mismo le resulta difícil establecer relaciones de igual a igual, y tiende a asignar un valor desmesurado a la persona de la que es adicto, al mismo tiempo que se devalúa él mismo y pone todas sus esperanzas de redención en el otro. Lo que más teme es al abandono, pero de igual forma, aunque tal vez inconscientemente, teme a la intimidad, "evitada por el enredo de la exigencia de no sentirse abandonado".

El adicto al amor otorga a sus relaciones el mismo poder supremo que un alcohólico le otorga a la botella o un adicto a la religión le otorga a su dios. Los manipulan para que den la talla de la imagen mental que ellos mismos se han creado (alguien que les cuide, los ame, etc.) e invariablemente se sienten muy decepcionados pues nadie puede satisfacer estos deseos insaciables. Esto va en crescendo hasta que se rompe la relación solo para descubrir que el adicto es incapaz de vivir sin su pareja. Pero hasta qué punto en vez de relacionarse con las personas que son sus parejas se relación más bien con sus propias convicciones.

P. Mellody, insiste en la importancia de la niñez en los adictos al amor: Cuando los niños no reciben suficiente conexión y alimento emocional por parte de un progenitor, experimentan graves dificultades de autoestima. El mensaje es «No me importas porque no tienes ningún valor», en vez de «Eres importante, me importas, y te quiero». La sensación es como si les faltara el aire, como si les cortaran el suministro de oxigeno y estuvieran muriéndose. Los niños acumulan esto dentro de sí mismos y lo expresan años más tarde cuando una experiencia de abandono las hace explotar, en su búsqueda de la relación romántica que ha de rescatarlos. Da igual que la persona con quien estén tenga sus limitaciones, ellos la investirán de manera fantasiosa de un amor tan incondicional como profundo es su vacío. El propósito de esto es comprensible: sentirse por fin completo y feliz ¿Quién se lo puede reprochar? Pero por desgracia, el efecto es siempre el contrario al deseado.

Aquí llegamos a la fantasía del rescatador. Para reflexionar sobre esta nos remitiremos al cuento de La Bella Durmiente del bosque, en el que la protagonista queda dormida y totalmente desconectada de sí misma y de lo que le rodea, hasta... que la despierta el Príncipe, que le infunde vida. Podríamos pensar que el sueño en que queda atrapada la princesa es el de la niña no deseada que fabula con un futuro en el que se sentirá segura y querida y, hasta que esto no llegue, todo su ámbito y mentalidad infantil quedan congeladas. Por lo tanto, no accede al estado adulto desde el cual se le permitiría empezar a establecer relaciones sanas entre iguales, y en cambio se queda aletargada en imágenes que están basadas en la intensidad, la ilusión y las expectativas irreales. Cuando colocamos en nuestras mentes una imagen agradable (que en este caso es la de un príncipe, pero también podría ser la de una mujer supernutriente), podemos estimular una respuesta emocional hacia ella que conduzca a la liberación de endorfinas en nuestro sistema, las cuales nos alivian el dolor emocional y generan euforia. Esta satisfacción inmediata es la que nos mantiene enganchados. El primer paso es, sin duda, aceptar nuestra impotencia ante esta necesidad y reconocer que esta dependencia puede llegar a un punto en que se nos escape de las manos.

Si el cuento siguiera, veríamos como en la dinámica del amor romántico ella sería una adicta al amor, y él, un adicto a la evitación. El príncipe es un cazador y un conquistador, y la princesa está educada para quedarse en casa y hacer sus labores. A ella le echaron un mal de ojo en la infancia, tiene una autoestima herida y busca una consideración positiva e incondicional en el otro. "La tragedia es que los adictos al amor se sienten habitualmente atraídos hacia los adictos a la evitación, que tratan de evitar el compromiso y la intimidad saludable", y quizás estos centren luego su atención en otras adicciones (sexo, trabajo, alcohol,...).

El poder adictivo, que empezó en busca de alivio, se convierte en un poder superior que no podemos abandonar, aunque reconozcamos que nos hace sentir peor. Mientras cuidamos del otro, esperando como recompensa el amor incondicional, descuidamos cosas que nos harían sentir valederos, y finalmente nos quedamos con un tremendo sentimiento de fracaso en nuestras vidas. Así que hay que poner en duda lo de "vivieron felices y comieron perdices..."


Notas:

1)  Mellody, Pia. La adicción al amor. Cómo cambiar su forma de amar para dejar de sufrir. 1997. Ed. Obelisco

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